Para ser una persona reacia a vivir
estancado, a lo estático, a la monotonía de hacer siempre lo mismo, en el mismo
lugar y con la misma gente, debo confesar que me invade un miedo inentendible a
la hora de los cambios.
Al igual que muchos, encuentro como
contexto ideal para pensarme desde otro
lado e interpelar todas mis elecciones y la falta de ellas, la ducha. Agua fría
cayendo sobre mi cabeza y barba, a mis peludos hombros, panza, pene, piernas y
finalmente a mis castigados pies. La
cortina de baño, blanca, con espirales negros y restos de sarro en la parte de abajo es mi espejo, no me
refleja, no me dice nada, solo me da recuerdos.
¿Qué carajo quiero hacer con mi vida?
¿Es este el camino que quiero recorrer?
Tengo un trabajo estable, una casa y una
relativa tranquilidad que podría durarme años.
¿Es eso lo que yo quería? ¿Somos algo más
que el rejunte de ideas y posturas que
nuestra familia y la sociedad se encargó de imponernos?
Cierro la ducha y pienso lo tanto que me
gusta la sensación de mi cuerpo frío, chorreando agua y ver como todo termina
siempre en el desagüe. Mal secado y con los pies empapados salgo del baño, no
hay dudas ni pensamientos, todas obligaciones y recordatorios. Caigo en la
cuenta que al igual que todo diciembre, febrero y julio, los libros y
fotocopias tachadas con marcadores de colores me recuerdan el eterno dilema de
si persigo mis sueños o los sueños frustrados de otros.